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aeropuerto secreto

jueves, 8 de septiembre de 2011

“Porque siempre hay un regreso”. No siempre le diría al cantante porteño. A veces las cosas y la gente se quedan del otro lado. Es decir, dormidos, con el cuerpo entumido. Las cosas y la gente se quedan entre las piedras. Entre insectos que nada saben o que quizá lo saben: aquel reino podrido es su país, su chance de existir, su Dasein.
No todo regresa. Algunos elementos se quedan para siempre en alguna playa, en algún café, en alguna charla vía Messenger. Ahora es cuando estoy segura que aquellos que se van lo hacen para siempre. Lo hacen y si regresan son zombies que miran el horizonte. Zombies en el parque como péndulos sobre los columpios. Irse físicamente, mentalmente. Irse sin quererlo, como quien descubre el amor en una caja de zapatos.
Regresar, irse. Dicotomías. De eso está hecha la existencia. No de amor ni de odio. No de moléculas y nombres. Las dicotomías gobiernan cada aspecto del que se aleja ergo regresa.
Camino entre dos aguas. Una está tibia y la toco con tus manos, la otra está fría y la toco con tu ausencia. No estoy hablando de relaciones. Estoy hablando de mí. De lo absurda que me he vuelto desde que no he vuelto. Desde que la metafísica, esa reverenda boludés, se ha instaurado en mi mecánica. En mi perspectiva. No puedo ir sin llevarte y no puedo ir sin dejarte de lado. En una maleta que nadie reclama. En un aeropuerto secreto. No puedo regresar sin traer de lejos la cara más larga, más expresiva. Con una vergüenza inexplicable y con un orgullo inexplicable. Con música de novedad y las mismas canciones que cantábamos debajo de mezquites.
No regreso. La borrachera, el amanecer, ya no me quedan como antes. Ahora me siento estúpida en los festejos. Ahora me sientan mejor los árboles y los niños. Ahora prefiero bajar calles entre la niebla. Madrugando. Dibujando una nariz de cerdo. Mirando filas de autos en la carretera. Me siento mejor detrás de la ventana. La historia que más me gusta no es la de aquella chica con bufanda que compra baguettes. La historia que más me gusta es la de aquella chica que mira por la ventana a una chica con bufanda comprando baguettes. Aquella chica un poco loca que bebé té o cerveza mirando two and half man. Aquella chica que no perdona un café y una visita al mar. La que regresa simbólicamente. La que extraña ese olor que tiene la vida a veces, cuando se disfruta. Esa sensación que encapsula al tiempo y lo disipa.

El tour del desencanto

jueves, 25 de agosto de 2011


Siempre me han gustado los malos comediantes. Quizá porque sus mejores líneas las sueltan al momento de cruzar una calle, o mientras miran a un niño tirar de sus dedos para evitar que un perro pues, cague.
Me gustan por que se recargan en la ventana del autobús con el ceño fruncido, mirando a todos con cara de hastío, y antes que el chofer arranque: saz, la genialidad en una frase llena de humor y amargura que sin ninguna pretensión retrata puntual al mundo.
Lo malo es cuando comienzan a volverse buenos, y los invitan a shows y a encuentros de comediantes, y todo el día hablan de comediantes de los 20’s, cine mudo, Tristan Tzara y de cosas tan bizarras que no son creíbles, y se sienten bien chingones, y comienzan a fumar (la misma mariguana que han fumado siempre) pero con más estilo.
Ahora el Güero es uno de ellos.
Se siente bien cabrón, ya hasta se va de gira a contar chistes en bares. Yo lo he ido a ver, es bueno, pero está perdiendo la mala leche.
Ayer por la mañana se lo dije. El güero me miró con las pupilas apenas flotando en sus amarillentos globos oculares, como si su mirada no tuviera peso y sólo dijo ”lo sé” y sumergió la cuchara en el cereal.
Es evidente, la ha perdido. "Es esa vidita de pseudofama y circuitos de comediantes" le dije, "el público amaestrado y la cerveza bien helada te tienen bien mal".
Esto no es posible, pensé, entonces lo tomé de la mano y así en shorts y chanclas me lo llevé contra su voluntad a visitar a mi abuelo, que está diabético y se queja de todo, y es tan cacique que no prende el cooler aunque estemos a 45 grados. De ahí lo llevé en camión a sacar la credencial del Bus Sonora, en el camión cantaron unos hippies con bongoes, no prendieron la refri, y una señora agarró al chofer a bolsazos porque la bajó dos cuadras después de donde pidió la parada.
En las oficinas del Bus nos tuvieron esperando como cuatro horas, cuando vi que el Güero comenzaba a entrecerrar los ojos como si viera algo a lo lejos que quisiera enfocar, como si entreviera una realidad que estaba negada para toda la gente que esperábamos ahí. Estaba como en un lapsus achicando cada vez más los ojos. “Otra pinche credencial más para vivir”, dijo con la mirada afilanda, “por mi que se metan su tarifa preferente de cinco pesos por el culo” y salimos de ahí sin credencial, y el Güero rabiaba de enojo y de hambre, y nos comimos una hamburguesa en el centro.
Después, una limonada en el Root beer, y el Güero despotricaba con un agudo humor contra todo y contra todos, y yo era feliz, mientras el sol ya bajaba a sus espaldas y le teñía la silueta. Entonces el que atiende los Root beer, tres taxistas, una señora con un bebé sudado y yo, lo veíamos como grupies enajenados, halando limonadas y uvolas del popote, pidiendo más amargura como si se tratara de la más chingona de las canciones.