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De funerales y niños

lunes, 15 de febrero de 2010

Un tema: los funerales. En la capilla donde se vela el cuerpo todo es sobriedad. Lo único que rompe el silencio son los niños que juegan. Los niños, pase lo que pase, siempre juegan. También la risa desparpajada de mi amiga, de mi querida amiga Karova, rompe la solemnidad de la funeraria, ese lugar límbico donde la gente bebe café y se da de palmadas recordando en vida a la persona tendida, expuesta.
No me gustan los funerales. Los evito. Sin embargo esta vez me fue imposible. Se trataba de Minerva, la madre de mi gran amiga Karova. Esa señora que en su boda tuvo que parar balas con la mano derecha. Esa mujer que atendía perros como cuidar minas de diamantes.
Lo más duro en los funerales es el entierro. Si algo evito son los panteones y los lugares donde la gente come alitas de pollo. En los panteones la gente llora como si se les rasgara el alma con el llanto. Ese terrible mantra hace que algo dentro de mí también se desmorone. Pero luego dejo de pensar en mí. Mi amiga Karova huye del lugar y voy tras ella. Nos bebemos una cerveza fría de un solo trago. Ella me cuenta que su hermano en la cárcel esperaba a su madre con un ramo de rosas con motivo del 14 de febrero, el día de los enamorados. Pero bueno, resultó otro el significado de aquellas rosas. Uno agrio que causó que a mi amiga se le rasgara el alma, y a mí también un poco al sentirla tan triste.
De lejos escucho al capellán decir que el alma de la difunta desea estar cerca de Dios como los venados desean estar cerca del río. No creo en Dios pero me resulta agradable la comparación. Mi madre aún vive. Yo me moriría si observara que la entierran como a una semilla que no dará planta. Pienso que Karova es una chingona, una mujer fuera de serie. Después de llorar, como nunca la había visto, bromea y me muestra desde su i-fone un video donde memito, su perrito chihuahua, viola el brazo de Minerva. Su madre ríe en el video observando el patético movimiento de memito. La madre de mi amiga ríe en el video al igual que sus nietos lo hacían en medio del dolor de los adultos en duelo. Las carcajadas de esos niños que juegaban pisoteado flores y tumbas son un ejemplo audaz, preciso, para entender que la vida sigue. Nadie sabe hacia dónde, pero la vida va.

la balada de los descerebrados

lunes, 1 de febrero de 2010

Mi novio flirtea en la taquilla. Yo estoy comiendo palomitas en la entrada del cine mirando su sonrisa pícara. Hago mucho ruido cuando como palomitas. Entramos a ver away we go, la última de Sam Mendes. En una escena la protagonista pregunta a su pareja si ambos serán unos fracasados. Yo lo volteo a ver a él. Él, sin quitar la mirada de la peli, se lleva un puño de palomitas a la boca, mueve las pupilas como búho hasta hacerlas coincidir con las mías, y luego las regresa a la pantalla. Reímos. Sabemos que nosotros sí lo somos y no nos importa. Al salir del cine el cielo es rosa y nos dan ganas de ir por la carretera hasta el infinito. Subimos al auto y llegamos a un pueblito cerca de la ciudad. Es un alivio vivir al margen del día, al margen de las ocupaciones, de las oficinas. Ambos estamos desempleados (porque en realidad sí somos unos fracasados). Es provisional esto de no tener trabajo, supongo, y cuando hay para el cine y gasolina, es también muy agradable. Bajo un árbol vemos como cae la tarde mientras hacemos cuentas dibujando con palitos en la tierra. Contamos los que murieron en nuestro norte este fin de semana. Brutal, decimos, y sorbemos la cerveza. Contamos el dinero que nos queda. Contamos hace cuanto tiempo no teníamos un día así de bueno. Después lo borramos todo y dibujamos pornografía. De regreso la noche se nos mete al auto y en la radio cantan los fantasmas de la estática: los dos estamos idos de la mente /andamos como locos /por el mundo perdidos.